martes, 20 de octubre de 2009

Fausto Landeira, testigo de riña




El niño de rasgos aindiados (que quizás fuese su hijo) no le dijo del todo la verdad a Recabarren, el patrón andaba débil de su costado derecho, casi fulminado, por esos tiempos. Puede ser que el chico (y este es un razonamiento personal) se haya vengado con una mentira venial por algún que otro golpe de chirlo que le aplicó en alguna regaña el que quizás fuese su padre. La realidad indicaba que en la pulpería de Recabarren se situaba un moreno, de gran estatura y de rencoroso porte, que aceleraba su mano derecha rasgueando su guitarra, como quien acaricia el pecho de una mujer; y no se encontraba solo en el recinto. Cuando Recabarren le preguntó al niño, con un gesto moribundo, si había alguien en el lugar, éste negó con un ademán, pero como el negro, que era habitué del lugar no contaba, solo restaba indicarle con una seña que del otro lado de la barra me profesaba yo con gran soltura. No tomaba más que una caña envenenada de alcohol y trataba de distraer la vista para no hacerme proclamar acelerado por la realidad. Cuando el infante entreabrió la puerta de la habitación de Recabarren, pude observar que aquel yacía en su cama, tratando de acelerar su costado izquierdo que le daba cierto poder, pero no hacía más que dejar vociferar su extraña desdicha. La guitarra del negro seguía sonando como viento de noche, me llamaba la atención filosamente que el negro no levantara la vista de su instrumento en ningún momento. En ese instante, se me dio la extraña semblanza de pensar que estaría esperando algo, quizás algo que no fuese sorpresivo, tal vez esperaba que el horizonte le devuelva la bravura de hace un tiempo atrás. Mi duda se disipó unos minutos más tarde cuando arribó, casi sin hacerse notar, un forastero de inmensa llanura, cuerpo de trabajador y barba rebelde. El negro no atinó a levantar su mirada. Yo, en contrario, me confesé chismoso. Lo interrogué con la mirada. El forastero me miró y me saludó acariciando su sombrero de terciopelo. Detrás de aquella barba se escondía un rostro resignado y aventurero, su mirada era de mar azul como conociendo ya su destino inmediato. Portaba un aire de haber sufrido el ñudo, que lo volvía pendenciero. En un pasado (creo yo) debe haber sido un paisano decente. Por un segundo me apiadé de su camaleónica apariencia. El forastero se sentó cerca del moreno, pidió lo mismo que yo estaba tomando, allí me recorrió una sensación helada por mi cuerpo, como de malestar momentáneo. El negro seguía rasgueando algunos acordes. Se alejaron un poco de mí, comenzaron a tener un diálogo que no llegué a descifrar. Unos momentos más tarde salieron los dos tras la llanura, el sol caía y la luz de la claridad se apagaba de a poco. En ese instante, me percaté de que la puerta de la habitación del patrón de la pulpería había quedado abierta. Lo observé pero él tenía su mirada puesta en el afuera, donde se situaban el forastero y el negro. Cuando me di vuelta sobre mis espaldas, observé como el negro se abalanzaba sobre el forastero que se desplomaba sin más. Me acerqué hacia la puerta, el negro limpiaba su facón manchado por la sangre. Tanto Recabarren como yo, vimos el fin. El negro traspasó la puerta, entrando con singular ironía. Nos miramos. Se acercó a su guitarra y dijo: - Mi hermano se ha vestido de facón, ya le di rienda suelta a su muerte.

lunes, 19 de octubre de 2009

El intruso



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Dejaste entrever una mirada cómplice cuando te dije que me iba. Si desde antes lo sabías porqué me lo ocultaste todo este tiempo.


En el entierro de tía Marta no nos dimos cuenta de la tristeza que nos causó semejante pérdida, quizás éramos tan pequeños que no supimos entender lo que significaba el dolor. Vimos llorar a papá mientras sepultaban el cuerpo de su hermana, observamos a mamá consolándolo desde una ternura inalcanzable, pero nosotros no estábamos compungidos por la muerte sino que nos parecía sumamente extraño ver a papá (aquel hombre de filosos rasgos, duros y fuertes) tan susceptible, tan débil en aquel momento.


En la casa velatoria se nos había acercado Juan, nuestro primo que hacía años no veíamos, creo que lo vimos dos veces, no lo sé. Juan era el hijo de tía Marta, poseía una extraña forma de moverse, rara vez tenía los ojos bien abiertos y llevaba un rosario que le cercaba el cuello, esa noche, mientras velaban a su madre mi hermana se percató de que sus ojos eran azules, realmente azules; como la mar, como el cielo en una tarde furiosa de sol, como tantas otras cosas.


El tío Mario había muerto hace un tiempo y no conocíamos más que unas fotos de él cuando estuvo en alguna guerra de paso por un buque suelto en armas. Decían, nuestros padres, que Juan era muy parecido al tío Mario. Un hombre de extraña elegancia, sin muchas palabras para decir.


Cuando Juan se detuvo frente a nosotros, dejó soltar alguna lágrima pero su boca se retorcía para no emitir sonido alguno, creo que por un instante se me cruzó la idea de abrazarlo pero mi hermana me agarró del hombro y me hizo una seña con la cabeza, lo cual me dio a entender que no debía abrazarlo. Luego entendí que no podía soportar la idea de que envolviera a mi primo y la dejara un par de metros atrás a ella.


Clara no era de las personas que demostraban mucho sus sentimientos, ella lo fijaba todo desde alguna seña o algún gesto que acostumbraba a soltar cuando desbordaba de entusiasmo. Aquellos días se volvieron muy extraños por entonces.


Una vez que tía Marta estuvo unos metros bien debajo de la tierra nosotros pudimos volver a casa que estaba más silenciosa que de costumbre. A mi hermana no le gustó la idea de que Juan viniera a vivir con nosotros. Para ella, él era el intruso; aún más que yo. Recuerdo, frágilmente pero recuerdo, que mamá y papá lo trataron a nuestro primo como un hijo más, eso hizo soltar mucho más la bravura de Clara que se lastimaba las manos para llamar la atención de nuestros antecesores. Yo traté desde el principio que Juan se adaptara a nuestros gustos, a nuestros momentos, pero no lograba enredarlo, cada vez que le sugería algo, él me señalaba la puerta de la habitación de Clara y me hacía un ademán con la cabeza negando toda iniciativa. Cuando llegaba el momento de la cena, nos sentábamos lentamente cada uno en su lugar, Juan había elegido sentarse frente a Clara. Ella, al momento de cenar, arreglaba su cabellera larga cuidadosamente; se hacía una extensa cola como de potrillo, su pelo quedaba tan tirante como la situación. Me acuerdo que a Juan le temblaban las manos cuando intentaba sostener los cubiertos mientras papá le acomodaba la servilleta alrededor de su cuello. Mamá disimulaba su tristeza poniendo una sonrisa falsa en su rostro, papá había vuelto a sus gestos duros y Clara resurgía su mirada perversa tras esa belleza de ninfa que la caracterizaba. Ella vestida de negro, yo de gris y la escena continuaba más oscura sobre la casa.


Me costaba mucho conciliar el sueño por esos tiempos, a Juan también. Él dormía en el mismo cuarto que yo, nos quedábamos horas sentados sobre nuestras camas observándonos. A veces, Juan me hacía callar tapándome la boca, otras se sonreía finamente cuando yo le redactaba alguna que otra poesía de Cervantes. Una situación sospechosa esa de reírse de Cervantes.





Nunca pude imaginarme la situación de reemplazar a mi hermana por otra persona, yo sé que ella en el fondo de su alma era una persona que amaba, que amada tan locamente que podría haber sido un personaje de Shakespeare, pero muchas veces no pude comprenderla, muchas otras no quise. Creo, frágilmente, que mamá y papá la sobreprotegían, que eso se les volvió en contra. Clara estaba sumamente celosa de Juan, no solo de él sino de mí, de mis padres, de la vida. Sus ojos bellos engendraban una gran ceguera en su corazón y sus ideas irresolutas le imposibilitaron disfrutar de su madurez intelectual que por momentos la perturbaba.


Una tarde de lluvia, cuando terminaba de leer unas líneas de Poe vi entrar por la ventana un cuervo de ojos acantilados. Traía las garras ensangrentadas y el pico rojo de locura. Traté de mover la cabeza rápidamente para persuadir la imagen que no parecía real, pero ella no sucumbía. Giré más velozmente hacia atrás y el cuervo seguía allí. Luego de unos minutos de haberme clavado su mirada, se esfumó. Tras él apareció la figura de Clara. Era la primera vez que la veía vestida de blanco, su cabello parecía más negro que de costumbre, su mirada más punzante de lo común. Pensé que quería decirme algo pero no. Me estremeció con sus ojos dorados y por un instante me petrifiqué. Traía consigo la cruz que llevaba Juan en el cuello.