martes, 15 de septiembre de 2009

El misterioso sótano





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Hoy me desperté sobresaltado. Frecuentemente, interrumpo el sueño de la misma manera. Se iniciaba otro día más en mi perturbada vida. Me incorporo en la cama, levanto la vista tratando de despejarme, hundo mis manos sobre mi cara y vuelvo a ver el cuarto vacío, sus paredes, sus puertas, su cama; está todo prolijamente pintado de blanco. Salgo del lecho, arrebatado por una profunda tristeza, me miro en el espejo (es el único mueble que hay en el cuarto junto con la cama). Sigo vestido con un pijama viejo de color blanco, mi cara sigue tomando una forma cadavérica, mi pelo canoso y largo se desliza sobre mi cara y ya no parece una cabellera, tiene el aspecto de una telaraña. Creo que nunca me han cambiado de ropa y si me pongo contra la pared fácilmente me confundiría con ella. En el aposento hay una pequeña ventana que el sol esquiva constantemente (otra vez me comienzo a sentir afiebrado pero suelen decirme que en estos casos es normal). Sobre mi cama apoyo lápices y hojas. Allí escribo poemas y canciones de amor. Me gusta escribir e inventar historias. Cuido mucho el espejo porque si se rompiera una maldición caería sobre mí. El ruido me molestaría mucho, además de cuidadoso soy muy temeroso; mi miedo supera las alturas del cielo. Ese cielo que no volveré a ver. Recuerdo (todavía puedo recordar) que solía tirarme en el césped del patio de mi casa, me tiraba y me quedaba por horas mirando el cielo. Me fascinaba observar las nubes, como se transformaban, era asombroso ver las formas que tomaban. A la noche me gustaba dormir al aire libre, me adormecía mirando las estrellas, conversando profundamente con la atmósfera. Me viene a la mente la imagen de mi hermano diciéndome que estaba loco. Pero él se equivocaba, nunca estuve loco, ni lo estoy. El mundo es el que no está cuerdo, las personas están locas. De todas maneras soy yo quien se encuentra en este cuarto, derramando lágrimas de sangre salada; esa misma sangre me trajo hasta aquí. Se me hace imposible no contar mi historia, mis sentimientos, por eso les pido paciencia, presten atención, quiero que mi verdad salga a la luz. Estos hechos son de hace ya cuarenta años.







Era un día normal pero llovía mucho y la tormenta no cesaba, entonces tenía que dormir dentro de la casa. La vivienda la construyó el abuelo de mi padre y se fue pasando de generación en generación, por tradición seguramente iba a estar en mis manos en poco tiempo. La casa tenía dos pisos y poseía una fachada muy antigua. Lo que a mí siempre me llamó la atención eran unos cuadros del S.VII que pertenecieron a los antepasados familiares. A mi me asustaban mucho pero mi mamá no los podía sacar porque eran recuerdos que tenía mi padre. Estas pinturas le daban un aspecto tenebroso al lugar. Además quedaban horribles allí colgadas. Por esta razón ese lugar de la casa era muy poco frecuentado. En la parte trasera de la mansión había un hermoso parque, en donde caía rendido en el césped a dormitar diariamente. Estaba enamorado del cielo y miraba las estrellas hasta dormirme profundamente. Mis sueños más recurrentes se situaban allí, sobre el aire rodeado de estrellas. La alcoba de mis padres estaba abajo, la de mi hermano y la mía se encontraban en el piso más alto. La casa tenía un subsuelo, una especie de sótano, y teníamos prohibida la entrada; allí no se podía ir por ningún motivo. Esta privación me quitaba muchas veces el sueño. Un cuarto misterioso dentro de mi propia casa era algo muy extraño y sin duda merecía acaparar toda mi atención. Mi intriga se acrecentaba, mi pasión era examinar novelas y cuentos policiales, misterios por resolver, y cada vez que leía mis ansias crecían aún más, pero jamás desobedecí las órdenes de mi padre, nunca podría bajar al piso más bajo de la casa. “Nunca” es una expresión metafórica, porque en ese instante no tuve mas remedio, me moriría de intriga (sé que no es una enfermedad pero igualmente acabaría con mi vida).







Me encontraba en mi habitación, no era de rezumar demasiado pero por esas horas mi cuerpo no paraba de sudar. En treinta minutos me duché dos o tres veces (mi memoria comienza a fallar). Las sensaciones más extrañas pasaban dentro de mí. Por primera vez tenía que desobedecer la orden de mi padre.







Mi papá siempre fue un hombre estricto y misterioso. Constantemente daba cuenta de su masculinidad. Le encantaba fumar su pipa, leer el periódico mientras el humo del tabaco se perdía en sus extraños bigotes. Cada vez que sentía ese espantoso olor a cigarro, sabía que él divagaba por el lugar. El viejo tenía todo controlado en la casa. Era militar y se vio obligado a retirarse cuando una bala le perforó una vena en la pierna derecha que lo dejó cojo por el resto de su vida. Se casó con mi madre antes que yo naciera, unos años atrás. Mi madre era una campesina obsesionada por el orden y la limpieza. Lo que la enamoró de mi padre fue su figura y su dureza. Ella siempre lo consentía en todo, nunca le dijo que no a nada.







Seguía sobre mi cama pensando. Quería llegar hasta el sótano, pero no sabía como evadir la custodia de mi padre. Sabía que algo escondían en ese cuarto y la ansiedad me consumía, me estaba muriendo, no podía seguir sufriendo. Salí del lecho y fui hasta el armario antiguo que estaba al lado de la puerta de la habitación; lo abrí y revolví todo hasta encontrar mi preciosa linterna. El artefacto era de mi abuelo y me la regaló en mi octavo cumpleaños, por eso le tenía tanto afecto. En ese momento me acordé que mi padre guardaba una caja en su habitación llena de herramientas. Decidí visitar la alcoba de mis progenitores para sacar las mismas. Necesitaba algún elemento que me facilitara el trabajo de abrir el maldito candado que censuraba la misteriosa puerta del sótano. Para lograrlo precisaba conocer la clave secreta. Pensé y me di cuenta que mi padre adoraba más a su coche que a su familia, en ese instante recordé la patente del auto. Efectivamente el número de la caja fuerte era el mismo que el de la chapa del móvil. Mientras trataba de vulnerar la resistencia de la caja, escuchaba retumbar algunos pasos que provenían del exterior del cuarto, pero como no sentí olor a cigarro continué con mi trabajo. Me tranquilizaba saber que el viejo no andaba cerca. Cuando por fin logré abrir la urna, mis pupilas se salieron de lugar, mi cabeza se inclinó para mirar el techo, como buscando ayuda de Dios. Dentro de la blindada descansaban dos armas. Eran calibre treinta y ocho y podían matar a cualquier persona en menos de un minuto. Sus balas no perdonarían a nadie; esas pistolas poseían una gran precisión, no fallaban nunca. Mi papá nos contaba historias de guerra y de armas cuando éramos chicos por eso yo poseía tanta información. En seguida me precipité y tomé una de ellas. Temía que en el sótano me atacaran sorpresivamente, así que decidí llevar el fierro para mayor seguridad. En la mano derecha tenía la linterna y en la otra el revólver. Comencé a transitar el camino hacia la puerta del subsuelo muy cuidadosamente, casi en puntas de pie. Pasé por la galería tenebrosa, había olor a muerte en aquel lugar. Después de superar el momento más horrible de la casa, logré llegar a la puerta del sótano. La misma estaba hecha de una madera antigua, construida por unos obreros suecos hacía muchos años atrás, según la historia que nos había contado mi abuela. Definitivamente el candado parecía resistir cualquier arrebato. Como la entrada del misterioso recinto quedaba muy alejada de la zona más transitada de la casa, opté por aplicarle un certero balazo a la cerradura. Finalmente cedió ante el disparo, la puerta se abrió lentamente, emanaba un polvo imposible de respirar. Me apresuré a entrar, el cuarto estaba todo oscuro y no se veía nada. Sentí unos ruidos molestos y supuse que habían sido causados por un curioso roedor. Al intentar encender la linterna, me percaté de que no tenía batería, ya era tarde para volver atrás. Avancé unos pasos con las manos delante de mí para no chocar con ningún objeto que me provocara algún daño. No lograba encontrar la perilla para encender la luz. Soy muy temeroso. En ese momento sentí que algo se me apoyaba sobre el hombro; sin pensarlo e inesperadamente apreté el gatillo tres veces. Recién ahí logré encontrar el botón de la luz. Formaban la estrella más hermosa que había visto en mi vida. Mi padre, mi madre y mi hermano yacían en el suelo. En cuestión de minutos arribó un coche con la sirena encendida. Ellos fueron los que me trajeron a esta nueva casa, con una cama y un espejo, pintada toda de blanco y con poca ropa para elegir.

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